Corazones rotos y tazas de café

solorecuerda

CAPÍTULO UNO

Corazones rotos y tazas de café (Alex)

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Desde el momento en que puse en marcha el coche de mamá, con la taza de café todavía en el techo, sabía que iba a ser un día duro. La taza, que fue un bonito regalo de Dylan, salió volando del coche y se rompió en mil pedazos. Jadeé cuando la vi girar en el retrovisor, cayendo en lo que parecía cámara lenta hasta que golpeó la calle, salpicando la carretera con mi café y trocitos de porcelana.

Mis ojos se inundaron con lágrimas dolorosas. Incluso a pesar de que habían pasado más de seis meses desde la última vez que hablamos, a pesar de que me rompió el corazón, a pesar de que rechazó todo contacto e ignoró mis cartas, aun así fue doloroso.

Paré el coche a un lado y respiré hondo. Dylan le había comprado la taza a un comerciante de Jerusalén, que la imprimió al momento con una foto digital: nosotros dos juntos, abrazándonos el uno al otro, metidos hasta la cintura en el mar Mediterráneo. En la foto, yo tenía una expresión increíblemente boba mientras nos mirábamos a los ojos el uno al otro. En retrospectiva, parecía, y me sentía, como si estuviera drogada.

Por supuesto, Kelly me había estado diciendo durante seis meses que era hora de que me librara de la taza. Era hora de seguir adelante. Era hora de olvidarse de Dylan.

Respiré hondo. Kelly tenía razón. Sí, habíamos tenido algún problema. Sí, me emborraché, y dije cosas de las que me arrepentí. Pero nada es imperdonable. Nada que justificara que él desapareciera de la faz del planeta.

Me miré en el espejo y reparé rápidamente el daño causado por mis lágrimas involuntarias, entonces puse el coche en marcha. En dos días, volaría de vuelta a Nueva York y a mi segundo año de universidad, y me iba a comprar una maldita taza de café nueva. La añadiría a mi larga y excesivamente detallada lista de cosas pendientes que mi madre me había dado, qué amable por su parte, y que ahora descansaba sobre el asiento de pasajeros del coche. Taza de café nueva. Una que no tuviera mi pasado estampado encima. Kelly estaría orgullosa.

Comencé a poner el coche en marcha, pero mi teléfono eligió ese instante para sonar, y como no se me da bien ignorarlo, dejé el coche de mamá aparcado y respondí al teléfono.

—¿Hola?

—¿Hablo con Alexandra Thompson?

—Sí, soy Alex —dije.

—Hola. Soy Sandra Barnhardt, de la oficina de ayuda económica.

—Oh —dije, tensa de repente. Hay algunas personas de las que no quieres recibir llamadas el día antes de que empiecen las clases, y la oficina de ayuda económica estaba la primera de la lista.

—Eh… ¿Qué puedo hacer por usted?

—Me temo que tengo malas noticias. La profesora Allan se ha tomado una excedencia, por lo que se han cancelado tus prácticas.

¿Excedencia indefinida? Mi teoría era que la profesora Allan iba a entrar en rehabilitación. Estaba bastante segura de que era una drogata desde el primer día que trabajé para ella. Da igual.

—Entonces, eh… ¿Qué significa eso exactamente?

—Bueno… Las buenas noticias son que tenemos unas nuevas prácticas.

No podía esperar a oírlo. Sin duda iba a tener que fregar ollas en uno de los comedores. Esperé, y esperé un poco más.

—Esto…, ¿Quizá podría decirme cuál es la tarea?

Sandra Barnhardt de la oficina económica tosió, posiblemente un poco avergonzada.

—Es algo de última hora, como entenderás. Pero nuestro autor residente de este año ha pedido dos ayudantes de investigación. Trabajarás para él.

—Ah… Ya veo. Bueno, al menos suena interesante.

—Eso espero —dijo ella—. ¿Has vuelto ya al campus?

—No, estoy en San Francisco; tengo el vuelo de vuelta pasado mañana.

—Oh. Bien, entonces. Pásate cuando vuelvas y te daremos la información sobre las prácticas.

—Genial —dije—. Le veré en un par de días.

Vale. Lo admito. Realmente sonaba interesante. Autor residente. ¿Pero exactamente, qué significaba eso? Fuera lo que fuera, tenía que ser más interesante que archivar las cosas de la profesora Allan.

Lo que sea. Mejor que me mueva, pensé, o la policía vendría para moverme. Llevaba casi diez minutos parada delante de la entrada del garaje de alguien.

Moví el coche para acabar mis recados. Era hora de abastecerse para el nuevo año. Empezando por una nueva taza de café.

***

¡Alex!

El grito de Kelly rondaba los 125 decibelios y estaba cerca de los límites máximos posibles de tono de la voz humana. El hecho de que ella estuviera botando arriba y abajo lo empeoraba, como si tuviera pequeños pogos saltarines, o quizá martillos neumáticos, enganchados a los pies.

Saltó hacia mí y me agarró con un gran abrazo.

—¡Oh! ¡Dios! ¡Mío! —gritó—. El verano ha sido muy aburrido sin ti. Salgamos a beber algo. Ahora. Mismo.

—Esto… ¿Puedo meter mis maletas primero? —dije, parpadeando.

Me había despertado a las 5 de la mañana para tomar el primer vuelo desde San Francisco. Ir al este básicamente significaba que había perdido el día entero: el vuelo aterrizó a las 4 de la tarde en el JFK. Después, la larga espera para recoger mis maletas, esperar un taxi y luchar con el ridículo tráfico. Llegué al dormitorio a las 7 de la tarde.

—¡Bueno, pues claro! —dijo ella. —¡Pero no podemos perder nada de tiempo!

—Kelly…

—Tengo que contarte lo que pasó con Joel. Ayer apareció por aquí sin camisa y…

—Kelly.

—…se ha hecho un nuevo tatuaje. Y eso estaría bien, excepto…

¡Kelly! —grité al final.

Se detuvo, como si le hubiera metido un tapón en la boca.

—Por favor —dije—. Llevo despierta y viajando desde las cinco de la mañana.

—No hace falta que me grites —dijo.

—Lo siento. Es que… ¿Podemos salir mañana? ¿O al menos déjame dormir un poco primero? Estoy realmente exhausta, y necesito una ducha.

Sonrió.

—Lo pillo, por supuesto. Dormir. Claro. Pero después vamos a salir. Tienes que conocer a Bryan.

¿Qué?

—¿Quién es Bryan?

—Por Dios, Alex, ¿no has escuchado nada de lo que he dicho? —siguió hablando mientras yo arrastraba mis bolsas adentro.

Quería a Kelly. Y ella hubiera encajado estupendamente en casa con mi tribu de hermanas. Pero por Dios, ¿no podía callarse sólo durante un segundo?

Finalmente tiré mis bolsas al suelo, entonces me moví alrededor de ella. Mi cama, desguarnecida desde que volé a casa a principios de verano, parecía invitarme. Me colapsé, sintiendo el peso de mi cuerpo hundiéndose. Kelly continuó hablando, pero me costaba darles sentido a sus palabras. Intenté asentir en los momentos adecuados, pero el mundo se fundía lentamente en negro. El último pensamiento que recuerdo antes de perder la conciencia era mi arrepentimiento por perder esa maldita taza.

***

Kelly me despertó una hora después y me metió prisa para que me duchara.

—No voy a aceptar un no por respuesta —gritó—. ¡Es hora de que te curemos del gilipollas de tu ex-novio!

Dios, era como si tuviera el volumen atascado en el máximo.

No quiero dar una imagen equivocada de Kelly. Sí, habla demasiado. Es una chica muy femenina, de maneras que yo nunca lo he sido. Su lado de la habitación es asquerosamente rosa, decorado con pósteres de Crepúsculo y Los juegos del hambre, y actúa como si tuviera más experiencia con chicos que cualquiera de las chicas que posan en las últimas páginas del Village Voice.

En mi lado de la habitación sobre todo hay libros amontonados. La verdad es que soy algo empollona, y estoy orgullosa de ello.

Kelly, sin embargo, es tímida como el diablo, y lo sobrecompensa siendo súper sociable. Va cargando al centro de las fiestas, baila como una loca y hace todo lo que puede para arrastrarme fuera de mi caparazón.

El problema es que a veces realmente no quiero salir.

En cuanto salí de la ducha y me vestí con unos tejanos negros ceñidos y una camiseta de manga larga, me llevó afuera. En algún lugar había una fiesta, dijo, e íbamos a encontrarla.

 

Una mala idea (Dylan)

Venir aquí fue una mala idea.

Si pudiera subir por la cadena de los «ojalá» hasta el principio, supongo que la razón por la que empecé a estudiar en la Universidad de Columbia es porque un día, cuando tenía doce años, Billy Naughton me dio una cerveza. Billy era un año mayor que yo, y podría haber sido una mala influencia si mis padres no hubieran sido de alguna manera peores. Tal y como eran las cosas, los efectos del alcohol no entrañaban ningún misterio para mí, por lo menos vistos desde fuera.

Pero vistos desde dentro… Eso era otra cosa.

Una cosa llevó a otra, y una bebida llevó a otra, y en mi decimosexto cumpleaños dejé el instituto. Por supuesto, para entonces mi padre se había ido y mi madre se había enmendado. Ella puso las reglas. Si no iba a la escuela, ya podía ir largándome. Ella no iba a permitir que su hijo acabara como su marido.

Me fui de Couch surfing. Dormí en el parque un par de veces. Conseguí un trabajo, lo perdí, conseguí otro, lo perdí también. Y lo más sorprendente era que mamá tenía razón. Volví y me matriculé en la escuela. Después aparecí en su puerta, le enseñé la matrícula y los horarios, ella lloró y me dejó volver al apartamento.

Desde entonces han pasado muchas otras cosas, claro, como que me volaran por los aires unos hajis en Afganistán. Pero no hablo mucho de esas cosas. Si queréis saberlo, leed los periódicos.

A la mierda. De todas formas los periódicos nunca lo cubrieron bien. Si realmente queréis saber cómo fue, entrad en la cocina ahora mismo. Coged un puñado de arena. Cerrad los ojos, meted la mano en el triturador de basura y encendedlo. Eso debería daros una idea bastante buena de cómo fue Afganistán.

De todas formas, para resumir, parece que en Columbia tienen debilidad por los que abandonan los estudios y luego se reforman y por los veteranos combatientes. Así que aquí estaba yo, el primer día de clase, reprimido, completamente tenso, porque la única persona en todo el mundo que no quería ver, la persona que más quería ver, todo a la vez, bueno… Estaba aquí.

Por suerte, el servicio de alojamiento de la universidad me puso con un par de estudiantes de postgrado de ingeniería. No creo que hubiera aguantado vivir en los dormitorios con un montón de estudiantes de primero con dieciocho años y recién salidos del instituto. Yo sólo era dos años mayor, pero dos años eran un abismo de diferencia. Especialmente cuando había visto a mi mejor amigo asesinado justo delante de mí. Especialmente cuando fue culpa mía.

Cuando llegué a la ciudad, conocí a mis nuevos compañeros de piso: Aiden, un estudioso candidato para el doctorado de ingeniería mecánica de veinticuatro años; y Ron, que se presentó a sí mismo como «Ron White. Ingeniero químico», y desapareció volviendo a su habitación.

Perfecto.

Así que aquí estaba yo, cojeando por la calle como un viejo, con mi bastón ayudándome a permanecer erguido. Un yupi gilipollas chocó conmigo, en sus prisas para llegar a su reunión de negocios o con su amante o lo que cojones buscara. Fuera lo que fuera, descartó cualquier cortesía común.

—¡Mira por dónde coño vas, gilipollas! —le grité.

Yo apenas había cruzado media calle cuando el semáforo cambió de color. Jesús. Para que hablen de humillación. La mayoría de coches esperaron pacientemente, pero un taxista que parecía el primo del tío que voló por los aires a Roberts no paraba de pitarme con el claxon. Le enseñé el dedo y seguí caminando.

Por fin. En algún lugar de la tercera planta de este edificio estaba mi destino.

Llegaba pronto, pero era lo mejor. En primer lugar, ya me había perdido varias veces hoy y llegué tarde a mis primeras dos clases. Para esto, sin embargo, no podía llegar tarde. No, si quería poder pagarme la universidad. Por supuesto, el VA, el Departamento de Asuntos de los Veteranos cubría la mayor parte de la factura, pero incluso con la beca de ayuda para veteranos una universidad como Columbia cuesta muchísimo. Todavía no parecía real ni siquiera que estuviera aquí. Como si mi lugar estuviera en la universidad, mucho menos en una de la Ivy League. Pero cada vez que escuchaba la animada voz de mi padre en mi cabeza diciendo que era un mierdecilla que nunca llegaría a nada, yo seguía adelante.

El ascensor, fabricado en algún momento del siglo XIX, llegó finalmente a la planta baja y entré. La mayoría de los demás estudiantes del edificio utilizaban las escaleras, pero yo necesita tomar este camino si quería llegar antes de la puesta del sol.

Esperé pacientemente. Primera planta. Segunda planta. Parecía que el ascensor tardaba cinco minutos para ir de planta en planta. Finalmente se detuvo en la tercera planta y me abrí paso empujando entre las otras personas que se amontonaban en el ascensor.

El pasillo estaba abarrotado. Dios. Me llevaría mucho acostumbrarme a estar ahí. Miré alrededor, intentando ver los números de habitación. 324. 326. Una vez orientado, me giré en dirección contraria buscando la habitación 301.

Finalmente la encontré, apartada en un rincón oscuro en el otro lado del edificio. Allí el pasillo estaba oscuro, con uno de los fluorescentes fundido. Traté de abrir la puerta.

Cerrada. Miré el teléfono. Llegaba quince minutos antes. Podía vivir con eso. Mejor que llegar quince minutos tarde. Dejé caer mi bolsa con los libros al suelo e intenté pensar cómo sentarme yo sin acabar cayendo de lado o de cabeza o algo así. Bajé lentamente, dejando mi pierna coja suelta delante de mí. A medio camino, sentí un dolor intenso y mascullé una maldición. Puse las manos a los lados, con las palmas planas y me dejé caer.

Sentado. Ahora el problema sería volver a levantarme. Masajeé cuidadosamente los músculos de encima de mi rodilla derecha. Los médicos de Walter Reed dijeron que podrían pasar años hasta que recobrara todo el movimiento. Si lo recobraba alguna vez. Mientras tanto, iba a terapia física tres veces a la semana, tomaba montones de analgésicos e iba tirando.

Suspiré. Había sido un día largo y estresante. Seguía preguntándome si debería haberme quedado en casa, esperar otro año antes de intentar aventurarme. El doctor Kyne me instó a ir.

«Nunca te recuperarás si te quedas encerrado en casa». No se refería a la pierna. El doctor Kyne era mi psiquiatra del VA en Atlanta.

Supongo que sabía de lo que hablaba. Mientras tanto, vivir día a día, hora a hora, minuto a minuto. Este momento. Vivir en el ahora. Después el siguiente ahora. Saqué un libro en rústica aporreado y casi hecho tiras que Roberts me prestó antes de que le volaran por los aires. Apocalipsis de Stephen King.

«Es el mejor puto libro de la historia», había dicho Roberts.

No estaba seguro de que fuera así, pero tenía que admitir que era bastante bueno. Estaba enfrascado a media lectura sobre el brote de la súper gripe cuando escuché pasos acercándose por el corredor. Repiqueteaban. Una chica, llevando tacones o calzas o algo por el estilo. Me obligué a no mirar. De todas maneras no quería hablar con nadie. No me sentía muy amistoso. Y además, mi instinto me hacía mirar a todo el mundo, fijar la vista en los bolsillos y las ropas sueltas y los montículos de basura a los lados de la carretera y cualquier otra cosa que pudiera suponer peligro. El reto era no mirar. El reto era vivir mi vida como todos los demás. Y todos los demás no miran a las chicas que se les acercan como una fuente de peligro.

¿Qué puedo decir? Me equivocaba.

—Oh, Dios mío —escuché un murmullo.

Algo dentro de mí reconoció el tono y el timbre de esa voz y miré hacia arriba, con la cara sonrojada mientras sentía el pulso en la frente.

Olvidándome de la pierna coja, intenté ponerme en pie de un salto. En su lugar, acabé levantándome a medias, entonces la pierna falló. Como si estuviera amputada y no estuviera ahí. Caí sobre mi costado derecho con fuerza, y solté un grito cuando el dolor agudo y desgarrador subió disparado por mi pierna derecha, directo a la columna vertebral.

—¡Hijo de puta! —mascullé.

Me puse más o menos de pie empujándome, después puse una mano contra la pared y la otra mano sobre mi bastón e intenté levantarme.

La chica de mis pesadillas se adelantó como un rayo e intentó ayudarme a ponerme en pie.

—No me toques —dije.

Ella retrocedió como si le hubiera abofeteado.

Por fin me puse en pie. El dolor no se había ido y estaba sudando, mucho. No la miré. No podía.

—Dylan —dijo ella, con la voz temblorosa.

Gruñí algo. No estoy seguro de qué, pero no fue extraordinariamente civilizado.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.

Finalmente levanté la vista. Oh, mierda, eso fue un error. Sus ojos verdes, que siempre me habían atrapado como un jodido remolino, eran enormes, como piscinas. Desprendía un debilísimo aroma a fresa, dejándome aturdido, y su cuerpo aún cautivaba la atención: caderas y pechos pequeños y curvos; como siempre, parecía una fantasía.

—Estoy esperando para una cita —dije.

—¿Aquí? —preguntó ella.

Asentí.

—Unas prácticas —indiqué.

Ella comenzó a reír, una risa amarga y triste. Había escuchado esa risa antes.

—Debes estar bromeando —dijo.

 

Nada que tenga importancia (Alex)

Iba con retraso cuando llegué al edificio de las Artes y las Ciencias, y subí corriendo los seis tramos de escaleras hasta la tercera planta, sabiendo que el ascensor tardaría una eternidad. Miré el teléfono. Eran las tres en punto. Necesitaba llegar ya.

Conté los números de habitación, llegando finalmente a un corredor oscuro. La luz estaba apagada al final del corredor, sumiendo la zona en una casi oscuridad. Ahí estaba, la habitación 301. Un estudiante estaba sentado al lado de la puerta, con la cabeza apoyada en el puño y la cara mirando hacia el otro lado. Estaba leyendo un libro.

Respiré. Su cabello me recordaba al de Dylan, pero más corto, claro. Eso, y que sus brazos eran… Bueno, muy musculosos, y estaba bronceado. Este chico parecía alguien salido de un catálogo. No es que fuera arrojándome sobre tíos con grandes bíceps, pero en serio, una puede mirar, ¿no?

Pero a medida que me acercaba, sentí que mi corazón empezaba a aporrearme el pecho. Porque cuanto más me acercaba, más se parecía a Dylan. ¿Pero qué haría él aquí? Dylan, que me había roto el corazón, después desapareció como si nunca hubiera existido, su correo electrónico eliminado, su página de Facebook cerrada, su cuenta de Skype desaparecida. Dylan, que se había borrado él mismo de mi vida todo por una estúpida conversación que no debería haber sucedido.

Fui más lenta. No podía ser. Simplemente… No podía ser.

Él tomó aliento y cambió ligeramente de posición, y yo jadeé. Porque sentado delante de mí estaba el chico que me había roto el corazón.

—Oh, Dios mío —dije en voz baja.

Se puso en pie de un salto. O más bien lo intentó. Se puso en pie a medias, y una mirada de dolor insoportable le cruzó la cara y cayó, con fuerza. Casi grité, mientras él se esforzaba por volver a ponerse en pie. Empecé a acercarme para ayudarle, y él me dijo sus primeras palabras en seis meses:

—No me toques.

Típico. Tuve que tragarme el dolor que amenazaba con salir explotando a la superficie.

Él parecía… Diferente. Diferente de un modo indefinible. No nos habíamos visto el uno al otro en persona en casi dos años, desde el verano anterior a mi último año de instituto. Él había terminado, por supuesto. En todos los lugares adecuados. Sus brazos, que yo recordaba vívidamente cómo me agarraban, eran el doble de grandes. Parecía que las mangas de su camiseta fueran a estallar. Supongo que el ejército te hace eso. Sus ojos aún eran del mismo azul penetrante. Cruzamos la mirada durante un segundo, entonces la desvié. No quería quedarme atrapada en esos ojos. Y maldita sea, él seguía oliendo igual. Un toque de humo y café recién molido. A veces, cuando entraba en una cafetería de Nueva York, me daba la sensación abrumadora de que él estaba ahí, sólo por el olor. A veces la memoria apesta.

—Dylan —dije—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Estoy esperando para una cita.

¿Aquí? —pregunté. Era una locura.

Se encogió de hombros.

—Unas prácticas.

No. Imposible.

—Espera un minuto… ¿Estás diciendo que estudias aquí?

Asintió.

—¿Qué pasó con el ejército? —pregunté.

Se encogió de hombros, desvió la mirada e hizo un gesto en dirección al bastón.

—Así que de todas las escuelas que podrías haber elegido, ¿viniste aquí? ¿Al mismo lugar que yo?

La ira le barrió la cara.

—No he venido aquí por ti, Alex. Vine aquí porque era la mejor escuela en la que podía entrar. Vine aquí por mí.

—¿Qué, pensabas que podrías simplemente aparecer y arrastrarme de vuelta a tus brazos después de ignorarme durante los últimos seis meses? ¿Después de borrarme de tu vida?

Entrecerró los ojos y me miró directamente.

—En realidad, sólo esperaba no encontrarme contigo —dijo con voz fría.

Reprimí un llanto. No iba a dejarle exasperarme.

—Bueno, parece que ambos hemos tenido mala suerte —le espeté—. Porque yo también estoy aquí por mis prácticas.

Abrió los ojos.

—¿Vas a trabajar para Forrester?

—¿Él es el supuesto autor residente?

Asintió.

—Oh, Dios —dije—. Me voy a poner enferma.

—Gracias. Es genial verte a ti también, Alex.

Casi le grité, pero una voz jovial al otro lado del corredor nos llamó:

—¡Hola! ¡Debéis de ser mis nuevos ayudantes de investigación!

Un hombre con aspecto ridículo, esforzándose demasiado por parecer un autor con A mayúscula, caminaba hacia nosotros. Vestía una chaqueta de tweed, con parches de cuero en los codos y pantalones de pana. No podía ser mucho mayor de treinta y cinco años, pero llevaba gafas de lectura colgadas a mitad de la nariz.

—Bueno, hola —dijo—. Soy Max Forrester.

—Alex Thompson —dije. Miré a Dylan. Él me miraba a mí.

—Dylan Paris —dijo.

—Entrad, Alex y Dylan. Me disculpo por llegar tarde. A veces me pierdo en la agonía de la creación y me olvido de la hora.

Forrester ya me daba la espalda mientras abría la puerta. Puse los ojos en blanco. Perdido en la agonía de la creación, ciertamente. Se podía oler el whisky de su aliento a cinco metros de distancia. Olía como si se hubiera perdido en el abrevadero más cercano.

Dylan me dejó pasar delante de él. Se reclinaba pesadamente sobre el bastón. ¿Qué le había sucedido? Entré detrás de Forrester, y Dylan me siguió, cojeando.

—Sentaos, los dos, sentaos. ¿Os apetece un poco de té? ¿Agua? ¿O algo con un poco más de, eh… ¿Vida?

—No, gracias —dijo Dylan, haciendo una mueca mientras se relajaba en su asiento. Una vez sentado, inclinó su bastón contra la pared. Su expresión era ilegible.

—Me apetece un poco de agua —dije, sólo para contradecirle.

Forrester llenó un vaso pequeño con agua en una diminuta pila en la parte trasera del despacho y me lo trajo. Entrecerré los ojos un poco cuando eché un vistazo al vaso. Estaba sucio. Aj. Y había algo aceitoso flotando en lo alto del agua.

Fingí tomar un sorbo y lo dejé en el borde del escritorio.

—Bueno, pongámonos a trabajar —dijo Forrester—. ¿Os conocéis el uno al otro?

—No —dije, contundentemente, justo cuando Dylan dijo:

—Sí.

Eso le gustó a Forrester.

—Apostaría a que aquí tenemos una historia—dijo entonces con una sonrisa iluminándole la cara.

—Se equivocaría —respondí. Miré a Dylan y dije—: Nada que tenga importancia.

Dylan parpadeó y rápidamente apartó la mirada de mí.

Bien. Parte de mí quería herirle tanto como me había herido él a mí.

Desgraciadamente, Forrester se dio cuenta.

—Confío en que no habrá ningún problema —dijo muy lentamente.

—No, ningún problema —dije.

—No, señor —respondió Dylan con la voz tranquila.

—Bien, entonces —dijo Forrester—. Eso es bueno. Entonces, dejadme que os explique qué haréis. Estaré aquí un año y estoy trabajando en una novela. Ficción histórica, centrada en los disturbios a causa del reclutamiento en Nueva York durante la Guerra de Secesión. ¿Estáis familiarizados con ellos?

Yo sacudí la cabeza, pero Dylan dijo:

—Sí. Una historia triste… Algunos acabaron siendo grupos de linchadores.

—Así es —asintió Forrester con entusiasmo—. Señorita Thompson… Ésta es la historia. En julio de 1863 hubo una serie de disturbios en esta ciudad. La mayoría eran irlandeses pobres y de clase trabajadora, protestando porque los ricos podían comprar la exención del reclutamiento. Las protestas fueron mal y después se volvieron violentas. Mucha gente murió.

—Quemaron el orfanato —dijo Dylan.

Qué lameculos.

—¡Así es, Dylan! Quemaron el orfanato para personas de color hasta los cimientos. Durante los disturbios lincharon a una docena de hombres de color o más.

—Entonces… —dije—. ¿Qué vamos a hacer exactamente para ayudar?

—Bueno, veréis, Columbia tiene una gran cantidad de material histórico sobre los disturbios. Buena parte son fuentes primarias. Mientras yo trabajo en mi borrador y el manuscrito final, vuestro trabajo será ayudarme con los detalles. El contexto histórico, el material original, toda la información que necesitaré para contar la historia bien.

—Eso es… Increíble —dijo Dylan—. No se ofenda, doctor Forrester, pero esto es mucho mejor de lo que me esperaba de unas prácticas.

Oh, Dios. Éste iba a ser un año largo.

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